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Sembrando Esperanza

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MI CUENTO DE NAVIDAD PRIMERA PARTE I

La mayoría hemos leído, escuchado o visto el famoso libro “Cuento de Navidad” de Charles Dickens. El señor Scrooge vive bien, no le falta nada; bueno, le falta lo más importante: el amor. Una historia que cada uno  podría contar en primera persona. Este personaje cree que lo tiene todo. El 24 por la noche tiene una visita especial, se le aparecen tres espíritus: el del pasado, el del presente y el del futuro. Nada mejor que en este artículo nos tomemos de la mano de este primer espíritu para reflexionar y así hacer una retrospectiva a nuestras Navidades anteriores.

            El espíritu de la Navidad pasada: Un río, al nacer, pugna entre las rocas por abrirse paso hacia su destino que es la mar. ¿Acaso no es verdad que ese hermoso caudal que cada uno de nosotros somos actualmente se inició hace mucho años como un incipiente arroyuelo? ¿No es verdad que nuestro ser actual se explica contemplando las diversas vertientes que se fueron sumando a nuestro cause?, situaciones, experiencias, momentos agradables, momentos difíciles. ¿No son esas vertientes nuestras obras? Somos resultado de nuestras obras, aquí llegamos a una primera conclusión: “somos responsables de ser como somos”.

Quien planta flores, cosecha perfume.

Quien siembra trigo, cosecha pan.

Quien planta amor, cosecha amistad.

Quien siembra alegría, cosecha felicidad.

Quien siembra verdad, cosecha confianza.

Quien siembra fe, cosecha certezas.

Quien siembra cariño, cosecha gratitud.

Quien siembra esperanza, cosecha el cielo.

 

No obstante, hay quienes prefieren:

Sembrar tristeza y cosechar amargura.

Plantar discordia y cosechar soledad.

Sembrar vientos y cosechar tempestades.

Plantar ira y cosechar enemistades.

Sembrar impaciencia y cosechar inseguridad.

Plantar rencores y cosechar venganzas.

Sembrar malos pensamientos y cosechar críticas.

Al mirar para atrás, ¿acaso no encontramos muchas cosas que sabemos, las hicimos mal? Mirar para atrás es ver nuestra pequeñez, nuestros juicios poco acertados, nuestras decisiones mal tomadas, tal vez fracasos y todo aquello… Pero esto no es mirar nuestro pasado como cristianos, sino como paganos, es decir, como personas sin Esperanza. Esta no es la actitud con la que debemos mirar para atrás.

            Sin la Encarnación que Cristo obró por nosotros, no tendríamos nada de lo que tenemos ahora. En realidad, es el misterio de la Encarnación el que permite explicar todo lo que tenemos, es el inicio de nuestra vida con sentido; si Cristo no hubiese venido, ni tú ni yo tendríamos la fe que tenemos, nuestra fe creería en otra cosa tal vez muy diferente. Personalmente, yo jamás me hubiese consagrado a Dios, y tú no hubieses recibido ningún sacramento, y menos estarías leyendo este artículo.

            Conscientes de esto, es decir, de nuestra fe en Cristo, ya podemos mirar hacia atrás, sólo así nuestra vida pasada deja de atormentarnos y es un don gratuito de Dios, un don bañado de misericordia. ¡Dios hasta de mis errores sacó bienes! Así podemos mirar a nuestro pasado; así nos ayuda contemplarlo: descubrimos un Dios que nos ha dado todo, por eso San Agustín exclamaba: “¿Qué tienes que de Dios no hayas recibido? Nada”. Un primer paso para preparar bien nuestra Navidad es reconocer con humildad que todo, absolutamente todo, lo hemos recibido gratuitamente de Dios, y de un Dios que tuvo la ocurrencia de hacerse niño. ¿Por qué? Por amor a nosotros.

Nuestras Navidades pasadas, seguramente la mayoría, las recordamos con alegría. Pero ¿de dónde nace esa felicidad? De que estaba reunida toda la familia, de que la pasamos en el mar o en una casa en la montaña… Bien, pero ¿y Jesús? ¿Estuvo invitado a esa cena tan especial, a ese momento tan especial? ¿No será que en algunas Navidades pasadas te preocupaste mucho de las cosas del Señor y te olvidaste del Señor de las cosas? Que no nos pase como la madre de familia el día del cumpleaños del hijo: se pasa todo el día preparando la fiesta, atendiendo a los invitados y sin querer olvida felicitar al hijo. Supongo que todo lo preparamos bien por el niño Jesús, pero somos humanos y a veces nos perdemos en lo que no es esencial.

Mirar al pasado siempre tiene un sabor especial: sabemos que ya pasó y que no lo podemos arreglar. ¡Cuántas cosas cambiaríamos si pudiéramos!, pero claro, esto es imposible.

¡Mentira, no es imposible! Como cristiano puedes hacer mucho en tu pasado, cambiarlo totalmente. ¿Cómo? Con la confesión. En ella Dios toma tu pasado y lo purifica, lo eleva.

Por ello la Iglesia, que es madre, nos invita a confesarnos por las fiestas de Navidad. Quiere que Jesús tome sobre sí nuestras faltas y, libres de ellas, podamos elevar nuestras almas a Dios. Confesándonos preparamos nuestro corazón, para que cuando venga Jesús sacramentado encuentre un lugar cálido, cómodo. Cuánto nos preocupamos cuando alguien viene de visita: que la casa esté limpia, que la comida esté rica, etc. Y Jesús, que viene a nacer, ¿no merece que tengamos en orden nuestro corazón que, en pocas palabras, esté limpio? (continuará el siguiente domingo…)

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