Lecturas del Lunes de la 33ª semana del Tiempo Ordinario
Primera lectura
En aquellos días, brotó un vástago perverso: Antíoco Epifanes, hijo del rey Antíoco. Había estado en Roma como rehén, y subió al trono el año ciento treinta y siete de la era seléucida.
Por entonces hubo unos israelitas apóstatas que convencieron a muchos: «¡Vamos a hacer un pacto con las naciones vecinas, pues, desde que nos hemos aislado, nos han venido muchas desgracias!»
Gustó la propuesta, y algunos del pueblo se decidieron a ir al rey. El rey los autorizó a adoptar las costumbres paganas, y entonces, acomodándose a los usos paganos, construyeron un gimnasio en Jerusalén; disimularon la circuncisión, apostataron de la alianza santa, emparentaron con los paganos y se vendieron para hacer el mal. El rey Antíoco decretó la unidad nacional para todos los súbditos de su imperio, obligando a cada uno a abandonar su legislación particular. Todas las naciones acataron la orden del rey, e incluso muchos israelitas adoptaron la religión oficial: ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el Sábado. El día quince del mes de Casleu del año ciento cuarenta y cinco, el rey mandó poner sobre el altar un ara sacrílega, y fueron poniendo aras por todas las poblaciones judías del contorno; quemaban incienso ante las puertas de las casas y en las plazas; los libros de la Ley que encontraban, los rasgaban y echaban al fuego, al que le encontraban en casa un libro de la alianza y al que vivía de acuerdo con la Ley, lo ajusticiaban, según el decreto real. Pero hubo muchos israelitas que resistieron, haciendo el firme propósito de no comer alimentos impuros; prefirieron la muerte antes que contaminarse con aquellos alimentos y profanar la alianza santa. Y murieron. Una cólera terrible se abatió sobre Israel.
Palabra de Dios
Salmo
R/. Dame vida, Señor, para que observe tus decretos
Sentí indignación ante los malvados,
que abandonan tu voluntad. R/.
Los lazos de los malvados me envuelven,
pero no olvido tu voluntad. R/.
Líbrame de la opresión de los hombres,
y guardaré tus decretos. R/.
Ya se acercan mis inicuos perseguidores,
están lejos de tu voluntad. R/.
La justicia está lejos de los malvados
que no buscan tus leyes. R/.
Viendo a los renegados, sentía asco,
porque no guardan tus mandatos. R/.
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Quiero estar en tu presencia, Señor. Quiero escuchar tu voz, quiero que me hables, quiero que sanes mi corazón, que cures las enfermedades de mi alma y de mi cuerpo. Pero soy débil. Me pongo en tú presencia Señor, tal y como soy: con mis deseos y preocupaciones, con mis ganas de rezar y con mis distracciones, con mis virtudes y defectos, con las cosas que he hecho por ti y también con mis pecados y omisiones, con las heridas de mi corazón, causadas por los hombres y por mi propio pecado. Con todo esto vengo a ti y lo pongo en tus manos, convierte lo malo en bueno y que lo bueno sea una ofrenda para ti.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 18, 35-43
En aquel tiempo, cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le explicaron: «Pasa Jesús Nazareno». Entonces gritó: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». Los que iban delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él dijo: «Señor, que vea otra vez». Jesús le contestó: «Recobra la vista, tu fe te ha curado». En seguida recobró la vista y lo siguió glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
¿Cuál es tu ceguera? Esta es la pregunta que nos deja el Evangelio de hoy. La ceguera puede ser física, pero también una ceguera espiritual. La ceguera espiritual es progresiva, comienza por no ver la obra de Dios en nuestra vida y después en no ver siquiera el actuar diario de Dios.
La ceguera espiritual comienza por el “yo”. El “yo” de mis preocupaciones, problemas, necesidades. No dejamos a Dios trabajar en nosotros a través de ellas. Le pedimos que nos quite la cruz en lugar de que nos ayude a cargarla. No le preguntamos el porqué, sino que nos quejamos. Esa queja nos encierra en nosotros mismos y nos hace olvidar todo lo que Dios ha hecho por nosotros, cómo Él, en otras ocasiones, ha obrado en nosotros a través de las dificultades. Así, cegamos nuestros ojos al obrar de Dios en nuestra vida.
Después, nos hacemos ciegos ante Cristo que está en nuestro prójimo, en aquella persona que sufre a mi lado, en esa persona que me ha dado un buen consejo, en el mendigo que me pidió una moneda. Pues si Dios ya no está en mi vida, ¿cómo va estar en mi prójimo?
Finalmente, la ceguera espiritual nos ciega también la fe. Ya no sentimos a Dios en los sacramentos, la oración es una actividad sin sentido, ¿para qué ir a Misa, si siempre es lo mismo? ¿Para qué me confieso si vuelvo a caer? Ante esto, el Evangelio nos da el ejemplo de este ciego, que en la desesperación grita a Dios que le ayude a recobrar la vista, que se ha dado cuenta que, con sus propias fuerzas, no es capaz de caminar.
Hay veces que caemos en la ceguera por nuestro egoismo. Intentar ver por nuestras propias fuerzas sería absurdo, pero a ejemplo del ciego tenemos que aprender a gritar a Jesús que nos ayude a recobrar la vista.
«Preguntémonos: ¿cómo está nuestro corazón? ¿Tengo un corazón abierto o un corazón cerrado? ¿Abierto o cerrado hacia Dios? ¿Abierto o cerrado hacia el prójimo? Siempre tenemos en nosotros alguna cerrazón que nace del pecado, de las equivocaciones, de los errores. No debemos tener miedo. Abrámonos a la luz del Señor, Él nos espera siempre para hacer que veamos mejor, para darnos más luz, para perdonarnos. ¡No olvidemos esto!». (S.S. Francisco, Angelus, 30 de marzo de 2014).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Examínate:
¿Cuál puede ser mi ceguera? ¿Cuándo fue la última vez que agradecí a Dios por algo que me dio, por las gracias de la vida ordinaria: salud, vida, familia, amigos, etc.? ¿Me doy cuenta que en las cosas ordinarias Dios siempre actúa? ¿Cuántas veces me he quejado por algo que no ha salido como yo quiero, por alguna cruz especial? ¿Me doy cuenta que a través de ella Dios quiere actuar en mi vida o le pido a Dios que me quite las pruebas y me quejo? ¿Me doy cuenta de las necesidades del otro? ¿Cuándo fue la última vez que agradecí, ayudé, pedí ayuda a alguién? ¿Me doy cuenta que en mi prójimo está Cristo? ¿Creo verdaderamente en el poder sanador y auxiliar de los sacramentos?
Pide:
Una vez que te des cuenta de cual podría ser tu ceguera, pídele a Dios que te ayude. Grítale como el ciego del Evangelio «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» «¡Señor, que vea otra vez!»
Proponte:
- Agradecer a Dios por todas la gracias dadas día a día, por las cosas que aún no tienes y la cruz que te pueda dar.
- Poner en sus manos todo aquello que te preocupa o eso que no puedes solucionar por tus propias fuerzas.
- Ayudar, agradecer o pedir ayuda a aquellas personas más cercanas a ti.
- Pedir la gracia de la fe para vivir con mayor intensidad los sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación.