GOTAS DE ESPERANZA
Agustín Wang, un muchachito de doce años, se cayó desde lo alto de una torre, y desde entonces no hacía más que sufrir.
Enfermo como estaba, se le vio una noche correr hacia la misión para rogar al padre que fuera a asistir a un moribundo de su misma sala en el hospital. Solía repetir:
— Yo ofrezco mis sufrimientos por mis hermanos paganos.
El misionero había hecho de Agustín su pequeño asociado en el ministerio apostólico. Cada vez que debía hacer una confesión laboriosa, le decía:
— ¿Quieres toda vía sufrir esta mañana por un mal cristiano que debe confesarse?
Y, con la sonrisa que le era peculiar, respondía él espontáneamente:
—Todo por Jesús, padre.
Al pasar por su sala, el padre le veía cada día más acurrucado en la cama.
— Agustín, ¿estás bien hoy?
— Sí —contestaba él dulcemente.
— No, Agustín. Veo que estás malo.
Él entonces no respondía nada… pero iba acabándose poco a poco.
El muchacho estaba muriéndose, y el padre permaneció unas horas con él. Agustín besó cariñosamente la mano y el crucifijo del misionero. «¡Todo por Jesús!» Poco después moría dejando el recuerdo de lo que un niño puede contener de fe divina y ardiente caridad. «¡Quiero ir al cielo, donde me espera el Señor!»