Llegó un profeta a una ciudad y comenzó a gritar, en la plaza mayor, que era necesario un cambio en la marcha del país. El profeta gritaba y gritaba y una multitud considerable acudió a escucharle, más por curiosidad que por interés. Pero, según pasaban los días, eran cada vez menos los curiosos que iban a escucharle. Y el profeta seguía gritando, exigiendo el cambio. Hasta que un día ya nadie se detuvo a escuchar sus voces. Mas el profeta no cesaba de gritar. Al fin, alguien se acercó y le preguntó: «¿Por qué sigues gritando? ¿No ves que nadie está dispuesto a cambiar?» «Sigo gritando ‑dijo el profeta‑ porque si me callara, me habrían cambiado a mí».
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